Dos veces en Oslo, por Leslie Jamison
Traducción por Bárbara Duhau
Cuando le contaba a la gente sobre el viaje a Oslo con mi bebé, usualmente les describía la primera tarde que la llevé a Grünerløkka – el barrio llamado “el Williamsburg de Oslo”, aunque la que me alquiló el departamento me aseguró que ya no era tan hipster como antes, lo cual significaba que realmente era la Williamsburg de Oslo. En esta versión de nuestro viaje, evocaba una imagen sepia de mí empujando el cochecito en el atardecer fresco de otoño, pasando por los llaveros colgantes de Karl Johans Gate, que suena majestuoso y exótico pero era solo un mercado lleno de gente, y finalmente emergiendo en la Williamsburg-ya-no-Williamsburg, el país de las maravillas de los locales vintage y los bares a la luz de las velas, hasta que llegábamos a una cafetería con baristas de pelo alocado que parecía que no habían transpirado en sus vidas, y me hacían un capuccino perfecto y yo lo tomaba en el parque cercano mientras mi hija hacía ruiditos en su coche y se chupaba sus dos dedos, como hacía siempre que necesitaba reconfortarse. Una parte de mí la bendecía por eso, otra parte me hacía sentir innecesaria. Era solo ella y sus dos deditos, arreglándoselas en el mundo.
En ese largo atardecer de septiembre era como si me hubiera probado a mí misma, o a la audiencia invisible para la que había actuado toda mi vida, que realmente podía vivir la maternidad de esta manera: expansivamente, en los parques de Oslo, en la grisura aterciopelada y con destellos dorados del atardecer, con un producto de café bien molido en mis manos y los ojos de mi bebé mirando curiosamente las sombras de las hojas de los árboles. La noche siguiente me iban a entrevistar en un festival literario que se hacía en los muelles viejos cerca del fiordo. Y sí, esta maternidad podía ser inclusiva en vez de claustrofóbica; no tenía que significar el sacrificio del trabajo bajo el altar de mi hija, o el sacrificio de mi hija bajo el altar del trabajo, sino la posibilidad de juntarlos – invitar a mi hija a la belleza y el tamaño imposible del mundo, diciendo podemos compartir esto. Generalmente les contaba esta versión de mi viaje a Oslo a los hombres, o a las madres que me intimidaban, madres cuyos compañeres se hacían más cargo de les hijes de ambos, o a amigues sin hijes que se movían a lo largo del mundo sin cuidar bebés. Es decir: se la contaba a las personas a las que estaba tratando de probar que mi vida no se había “hecho chiquita”, una frase que ponía entre comillas en mi mente, aunque no sabía a quién estaba citando.
Pero había otra versión de mi viaje a Oslo. Empezó en el en avión a través del Atlántico, cuando mi hija no dormía y yo me paseaba incesantemente por los pasillos con ella atada a mi pecho, porque era la única forma en la que no lloraba, y continuaba en el hotel cerca del agua, cuando todavía no tenía ni idea de cómo dormirla, ni ningún derecho a pedírselo. La había llevado a través del océano y varios husos horarios – y claro que su cuerpo podía estar confundido. Ya había tratado sosteniéndola y meciéndola en su trajecito de astronauta rosado que usaba para dormir en esos días -en ese microclima particular de los siete a los diez meses-, ya había tratado de amamantarla, y no había ayudado. Amamantarla era mi único truco, mi última línea de defensa. Así que me senté en el baño y la dejé llorar, comiendo con ansiedad caramelos gomosos del maravilloso local de gomitas que había visitado el día anterior. Ahora le estaba dando la chance de calmarse por sí sola, me decía a mí misma, mientras repetía internamente mantras del libro de entrenamiento del sueño que usaba: Tu bebé está protestando, ¡y eso está bien! Tenía la boca pegajosa y rugosa de todos esos caramelos; se sentía como si estuvieran sangrando desde el interior de sus pieles de cristal ácido. Cada uno de sus llantos era un tironeo físico bajo mi propia piel. Así que esta era la otra Oslo: agachada al lado del inodoro bajo luces fluorescentes de baño, la boca repleta de azúcar, mi bebé llorando al lado en la oscurecida habitación de hotel.
Había estado en Oslo cuatro años antes para otro festival literario: una mujer de treinta junto a un montón de varones de mediana edad – críticos famosos de libros y editores que se ganaban la vida juzgando la escritura de otras personas. A todes nos habían pagado en sobres con efectivo en el lobby del hotel -algunos notablemente más gruesos que otros, ya que nos pagaban por evento y cada uno de estos hombres había sido programado para tres o cuatro paneles, mientras que yo había participado de uno solo: una conversación con la única otra escritora mujer que había sido invitada, bajo el título “La fortaleza de ser amable”. Había pensado en hacer un chiste en el escenario, diciendo que lo tendrían que haber llamado “La fortaleza de ser pagada menos y aun así ser amable”, pero no lo hice, solo intenté lo más posible sonar inteligente, porque quería probarme a mí misma y a todos estos hombres, todos estos críticos, como había estado el resto de mi vida tratando de probarme a mí misma y a mi papá y a mis hermanos mayores y eventualmente a mi novios mayores y después a mi marido mayor.
Esa es la razón por la que me pasé la mayor parte de ese viaje a Oslo encerrada en mi habitación de hotel, trabajando en mi siguiente libro, un libro sobre creatividad y sobriedad, para probarme a mí misma a todo el mundo – mientras todos esos hombres cuya aprobación buscaba desesperadamente estaban emborrachándose en la ciudad, quedándose despiertos hasta la madrugada en algún bar al otro lado de Karl Johans Gate.
Lo que quiero decir es que terminé casi sin conocer Oslo cuando fui como una mujer sin hijes -con tiempo entre mis manos y nadie a quien cuidar- y conocí tanto más cuatro años después, cuando volví con mi bebé de diez meses. Si soy completamente honesta, había algo un poco maníaco en mi insistente deseo de probar que mi vida no se había cerrado o siquiera angostado por su presencia -que podía llevarla al mundo en vez de resentirla por mantenerme alejada de él.
Así que miré fijamente el edificio de la ópera que parecía un iceberg gigante hecho de mármol, y nos paramos adentro de una habitación oscura llena de esferas brillantes a lunares en un museo posado encima de un fiordo espumante; caminamos cuesta arriba por varios kilómetros a lo largo de una autopista hasta llegar a un jardín de esculturas con vista a la ciudad, donde un estudiante de arte nervioso en un centro de información que parecía un pequeño chalet suizo me dijo que la escultura de Louise Bourgeois era “muy linda”, y después pareció afligido por la banalidad de sus propias palabras – “muy linda”, repitió, “¿qué podría significar eso?”, y me dijo que estaba tratando de escribir críticas de arte que se leían como poesía. Algo en ese cuarto olía pastoso y dulce, y resultó que estaba haciendo waffles, justo ahí en el mostrador de información, en una planchita escondida entre todos los volantes, y eso me pareció una especie de poesía también. Me sirvió uno con mermelada de frutilla, y me lo llevé a la escultura de Louise Bourgeois, que era muy linda -dos amantes suspendidos en el aire, colgando de las ramas de un árbol enorme- aunque verlo me puso triste por mi matrimonio, que se estaba desarmando desde las costuras. Después de que la bebé se quedó dormida, no pude parar a mirar ninguna obra de arte porque tenía miedo de que se despertara si el cochecito dejaba de moverse en algún momento. En una escultura con la forma de una luz de la calle, una voz emergió de los parlantes ocultos diciendo “Ahora estás lista para recibir información que antes no estabas preparada para recibir”, pero no me pude quedar a escucharla, porque temía que la información despertara a la bebé – así que nunca recibí la información que estaba preparada para recibir, y la bebé se despertó de todas maneras cinco minutos después.
Y oh sí, hice mi evento. Hablé en el festival que se hacía en los muelles, detrás de enormes chozas donde alguna vez el bacalao salado se había colgado para secarse en tiras de cuero bajo el sol brillante del norte. Todo el asunto había sido organizado por una periodista mujer, y todas las otras artistas principales eran mujeres, y el cuidado de mi hija había sido perfectamente organizado. Antes di una entrevista en el hotel del bar, donde el fotógrafo me sacó fotos con mi café con leche en un vaso de trago (¡la vida sobria!). El fotógrafo me dijo que me fuera a algún momento pasado mientras me sacaba las fotos, así mi cara no estaba en blanco, y me encontré recordando la galletita gigante que compré después de separarme del hombre con el que pensé que iba a casarme, porque estaba harta de sentir tanto y solo quería comerme una galletita y no sentir nada. Pero la verdad es que no había dejado de sentir – por él – todos esos años, desde ese entonces. La galletita no había frenado nada. El fotógrafo dijo: Sí, ahí está, está pasando algo en tu cara. Después escuché a mi hija reírse en su cochecito y la miré y le sonreí -tenía ganas de levantarla y sostener cerca su chiquitito, perfecto cuerpo- y él dijo: Ahí está, Esa es completamente otra mirada.
Esa era una buena forma de decirlo, pensé: Esa es completamente otra mirada. Ver el mundo con ella significaba mirarlo de manera diferente. En nuestra última tarde tomamos un taxi a un extraño mausoleo enclavado en un suburbio no descripto en el borde de la ciudad. Era una estructura de ladrillo baja que una vez había sido el estudio de un pintor llamado Emanuel Vigeland, el no famoso hermano menor del famoso escultor Gustav Vigeland. Antes de morir, Emanuel había decidido convertir su estudio en un mausoleo. Pintó las paredes con escenas de nacimiento, sexo y muerte, muchas veces al mismo tiempo: personas haciendo el amor encima de esqueletos, esqueletos haciendo el amor. La iluminación estaba baja y la acústica era tan sensible que tenías que sacarte los zapatos y en su lugar usar las zapatillas que te daban. El lugar solo estaba abierto durante cuatro horas los domingos por la tarde, atendido por un par de estudiantes de arte, ninguno de los cuales era el mismo estudiante de arte que había estado haciendo waffles en el jardín de esculturas, pero que probablemente también escribían críticas que se leían como poesía, – ¿qué sabía yo?. Lo que sabía era que si mi bebé lloraba en la habitación de la acústica sensible se iba a escuchar muy, muy alto.
Y sí lloró, la verdad, y fue alto – o, mejor dicho, lloriqueó un poquito, pero sonó como si llorara, por la acústica, que era sensible como prometían – y me disculpé con la mochilera de veintitantos con la que compartía el espacio, mientras mirábamos las figuras de la vida y la muerte a nuestro alrededor, y le di su chupete del color verde del mar. Fue solo días después, una vez que llegamos a casa, que me di cuenta de que su llanto no había comprometido nada en ese cuarto, todo ese nacimiento y muerte a nuestro alrededor. Su llanto de alguna manera lo había completado.
Mientras circulábamos en el mausoleo ese día, me seguía llamando la atención una figura pintada en las paredes: una madre pariendo sobre una pila de calaveras, sosteniendo triunfante a su cría. Pero fue solo en nuestra décima o duodécima vuelta, mis zapatillas arrastrándose contra el suelo de piedra, la bebé contra mi pecho, que me di cuenta de que esta madre triunfante en realidad estaba parada sobre una mujer en cuatro patas -una mujer de pelo gris con sus pechos colgando hacia abajo, avejentada y rota por sus trabajos de parto, por el mundo, por sus hijes. Una madre toma un capuccino, la otra llora en el baño del hotel. Pero son la misma madre. Claro que lo son. El mausoleo demandaba que las viéramos a ambas, así como mi bebé demandaba que yo la escuchara llorar. La madre victoriosa estaba sobre la espalda de la derrotada, pero me había costado mucho registrar al segundo cuerpo en la oscuridad: la mujer que estaba agotada y no podía estar de pie, pero que mantenía vivo al bebé, y viva a la madre también.
Artículo original: https://literaryreview.co.uk/twice-in-oslo
Collage por Francisca Pageo.