Heridas que se miden en fracciones de tiempo: una hora y veinte, un año entero, dos años y tres meses. Un relato feroz del dolor y el desgarro que dejan las violencias cuando se hacen carne en un parto, por Emilia Roggiero.
Una hora y veinte
Alrededor solo veo cosas de color rojo: charcos en el piso, instrumentos de metal teñidos, toallas manchadas, el obstetra con la cara salpicada.
Estoy en una camilla tocándome la panza vacía. Ya no está el líquido que llevé adentro esas 39 semanas y latí con mi hija a la misma vez. Agua que la sostuvo, nos unió, la nutrió, la mantuvo a salvo y junto a mi voz, la acunaron para dormir bien. No está esa pileta privada y climatizada en la que la bebé se acostumbró a flotar.
Ya no hay agua, no está mi bebé. Pero ella tampoco está en mis brazos o en mi pecho alimentándose de oro líquido.
Veo gente que entra y sale y yo estoy en la camilla, con un foco luminoso como el sol apuntando a mi entrepierna abierta y dos personas que trabajan sobre mí. Adentro de mí.
Una hora y veinte después me dicen lo que pasó restándole importancia. Hubo mucha pérdida de sangre, no saben la causa, “pero son cosas que pueden suceder”.
Pienso en la sangre que me salió a rolete. Sangre por desgarros vaginales que me sumergieron en una escena espantosa.
La noche siguiente al parto me tienen que transfundir: dos unidades de sangre de otros recorriendo mi cuerpo por culpa quién sabe de qué.
A los dos días me empieza a doler la cabeza como nunca, siento que el cerebro me pesa, no soporto la luz, ni sentarme a dar la teta, ni hablar.
A las pocas horas llega el diagnóstico: filtración de líquido cefalorraquídeo. Cuando me dieron la anestesia que pedí, me perforaron la membrana que rodea la médula espinal y eso produjo el escape del líquido. La solución fue reposo en posición horizontal y tomar mucha agua. Reposo con una bebé recién nacida, algo prácticamente imposible. Lloré desesperada. Por 15 días no cambié pañales. Sentarme a dar la teta y dormirla era una tortura. Pararme y caminar era lo peor que me podían pedir.
Me costó un año entero hablar del parto.
Un día hice un click y empecé a recordar cosas bloqueadas, como el anestesista parado en un banquito mientras me apretaba la panza a la vez que yo pujaba. Le atribuí los desgarros a semejante barbaridad. A los pocos días vi un documental sobre violencia obstétrica donde hablaban de la maniobra de Kristeller, prohibida en muchos países. Todo me cerró.
Entendí también la mala praxis de esa aguja que fue más allá y el goteo de oxitocina sintética que no pedí que me colocaran.
Me culpé mucho por no haberme informado, por no haber detenido situaciones de mierda en el momento indicado. Me dio mucha bronca verme arrastrada por la ola de las intervenciones innecesarias y la violencia camuflada en sonrisas falsas.
A dos años y tres meses todavía me acuerdo y lloro, se me cierra el pecho y me falta el aire. Pero como dice Karen Blixen: “la cura para todo es siempre el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”.
***Collage maravilloso por Alejandra Arregger.
Abrazo enorme otra vez, Emi hermosa
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