Alejandra Wulff escribe sobre la experiencia transformadora y animal de darle la teta a su hija. Un acto que es (¿y será?) debatido a varias voces entre «lo más natural del mundo» y una operación prácticamente imposible.
Lo más natural del mundo
Nunca me gustaron mucho mis tetas. No eran proporcionales con mi culo, más notable (y notado por los demás).
Cuando quedé embarazada, por unos meses mis tetas se equilibraron con mi culo. Claro que luego la panza fue creciendo y toda otra protuberancia pasó a un segundo o tercer plano.
Cuando tuve a mi hija, mis tetas se transformaron en la parte más fundamental de mi cuerpo. Por un tiempo, mis tetas fueron una sinécdoque de mí misma: Elena dijo teta antes que mamá.
Como a toda madre por ser, me preocupaba cuál iba a ser mi performance dando la teta. Había tenido una clase con una puericultora (que tenía unas hermosas tetas redondas que nunca habían amamantado a ningún bebé) donde nos había dicho que “amamantar es lo más natural del mundo”. Que los recién nacidos “reptan” hasta la teta de la madre cuando los ponen sobre su panza. Que la “prendida” correcta se logra ofreciendo el pecho con una mano, formando una C con el índice y el pulgar, el bebé abriendo la boca con los labios evertidos y la lengua relajada abarcando la areola casi completa. Que no tiene que escucharse ningún chasquido, porque eso quiere decir que está tragando aire (y luego tendrá cólicos). Que puede ser molesto pero de ninguna manera doloroso. Que hay que tratar de hacer contacto visual (los retoños ven a una distancia de 15 centímetros justamente porque es la distancia entre la teta y los ojos de la madre). Que tienen que tomar teta cada dos horas, un mínimo de 15 minutos seguidos. Que si se quedan dormidos hay que despertarlos tocándoles un punto en el hombro que les provoca el reflejo de succión. Que es conveniente cambiar de posiciones para ir vaciando todos los conductos: la posición acunando, la posición acunando inversa, la posición “pelota de rugby”, la posición acostada.
Era abrumador. Pero todo en un embarazo lo es, así que supuse que llegado el momento, bebé y yo encontraríamos la forma.
A las pocas horas de mi cesárea, mis tetas se hincharon tanto que parecían el doble de grandes que la cabeza de mi bebé. Elena nació con 4 kilos y medio y un hambre voraz. Se prendió enseguida a la teta, pero no le pude ofrecer el pecho con la mano en forma de C ni evertió los labios ni relajó la lengua. Hacía más ruido que un chancho tomando agua de un plato playo. Y me lastimó y me dolió más que nunca nada en la vida.
La operación parecía imposible: era como tratar de meter un globo a punto de estallar en la boca de una piraña enloquecida. Una vez que la pequeña mandíbulas de acero encontraba la forma de que la leche saliera, se aferraba como si de eso dependiera su vida (que un poco así era). Con su mini cordillera de encías me deshizo primero la piel y luego cada intento que mi piel hacía de cicatrizar porque, claro, había que darle de comer cada dos horas. A eso se le sumaba la contractura cada vez que intentábamos probar posiciones donde me doliera menos o donde ella se prendiera mejor. Las pezoneras eran un problema adicional más que una solución, porque no sólo no mitigaban el dolor sino que además hacían que a bebé se le resbalara la teta y se quedara, enfurecida, succionando aire de los pequeños conitos plásticos ensangrentados. La sed era permanente. Y el sacaleches eléctrico cuando ella salteaba alguna toma era ineludible porque sino las tetas empezaban a latir, a endurecerse y a preanunciar el fantasma de la mastitis. Y porque hay que empezar a armar el banco de leche freezada para cuando mami empiece a trabajar.
Así durante el primer mes, más o menos. Yo seguía llorando de dolor casi cada vez que alimentaba a mi hija, tratando de mirarla a través de las lágrimas para que ella no sintiera que su conexión emocional conmigo era insuficiente o equivocada.
Las heridas fueron cicatrizando, a pesar de la humedad y la succión constantes. Elena entendió que cuando necesitaba teta la tenía (y no hacía falta asegurarla con la mordida de un tiburón). Mi cuerpo empezó a encontrar una nueva normalidad de turgencia, temperatura e hidratación. Inventamos, entre las dos, nuestras normas para la prendida. Incluso inventamos posiciones acrobáticas. Hoy, 15 meses después, Elena me pide la teta con todas las letras (“mamá, teta”), se ríe mientras toma, se duerme en ese hueco. Logramos sobreponernos al dolor, el agotamiento, la incertidumbre y la frustración y, como con casi todo en esta trayectoria de maternidad, lo terminamos disfrutando.