La escritora estadounidense Paula Bomer escribió varios libros oscuros, amargos y también graciosos sobre la experiencia de convertirse en madre, de ser madre, de tener hijos, de amarlos, de odiarlos, de no poder vivir sin ellos, de ser hija, de tener una madre rara, de no poder vivir sin su padre, y otros etcéteras.
Baby and other stories, un libro de cuentos con el materpaternaje como hilo conductor y un acercamiento sombrío y crudo al tema en la mayoría de los casos—que se tradujo al español rioplatense y se publicó en Argentina por Momofuku—; Mystery and Mortality, un libro de ensayos en el que cuenta su experiencia como hija y su relación con libros sobre el duelo, la locura, los vínculos y el abandono; y 9 months, una novela que en mi opinión es una joya intergaláctica porque tiene un combo imposible de encontrar en otros libros: una madre de dos hijos queda embarazada por tercera vez y el tema la desborda a tal nivel que se va de la casa a yirar por Estados Unidos, quedarse en hoteles de mala muerte y perder conexión con su familia, mientras reflexiona sobre el rol de las madres en el siglo XXI y tiene charlas delirantes con un abanico de personajes de su vida anterior a la maternidad.
Soy muy fan de Bomer porque pone el tema de las maternidades literarias en primera fila, en plural, en cursiva, entre comillas, subrayado y en negrita. Lo pone, al menos, y eso ya es muchísimo. Y además logra que sus protagonistas antipáticas me den ternura, risa y odio en partes iguales.
En este texto que sigue abajo habla en primera persona de lo que le pasó cuando sus dos hijos varones se fueron de su casa. ¿Qué es el nido vacío? ¿Qué pasa cuando nuestros hijos, con quienes aprendimos a convivir durante tantos años, se van? Para ella su nido vacío es en realidad un síndrome: el síndrome de la falta de brazos, de la falta de soporte, de sus hijos como columnas vertebrales de su vida y del vacío inconmensurable que dejan cuando ya no están.
Duelo del nido vacío: el síndrome de la falta de brazos
Cuando mis dos hijos varones eran chicos les decía: «Vos sos mi brazo izquierdo y vos sos mi brazo derecho». Después, con uno a cada lado de mi cuerpo, agarrándolos de las manos o apretujándolos en el sillón, me sentía completa. Ahora, mientras me enfrento literalmente a un nido vacío —mientras ahora mismo miro las paredes y las sillas vacías de una casa semivacía— me violenta lo ridículo e inadecuado que es el término. Nido vacío. Es más un síndrome de la falta de brazos. Es como si las dos cosas que me mantenían a flote y viva en este mundo frío hubieran desaparecido. Es una pérdida profunda, física. Me siento rota, incompleta.
Es como si las dos cosas que me mantenían a flote y viva en este mundo frío hubieran desaparecido. Es una pérdida profunda, física. Me siento rota, incompleta.
Cuando tenía treinta y cinco años pensé: este sería el momento de tener un tercer hijo. Mis chicos tenían siete y cinco. Habíamos salido a cenar a uno de nuestros restaurantes favoritos, miré a mi hijo más grande, un chico muy precoz, verborrágico y sensible, con quien tenía una relación que se podría decir intensa –somos muy parecidos–, y le pregunté: «Si tuviera otro hijo, te prestaría menos atención a vos y eso sería algo bueno, ¿no?». Me miró directo a los ojos y me respondió amablemente: «No me prestás demasiada atención. Me gusta la cantidad de atención que me prestás». Y eso fue todo. Dos hijos. Mi brazo izquierdo y mi brazo derecho. No necesitaba un tercer brazo.
Ahora soy conocida, y a mucha honra, como una escritora feminista, una feminista en general, y eso me pone bastante orgullosa. De una manera aguerrida, francamente. Pero primero y antes que todo, siempre quise ser una madre y estaba determinada a serlo. No veo esto como poco ético, ser una feminista y una madre. Desde chica caminaba con muñecos de bebés pegados a mi vestido, simulando estar embarazada. A la edad de 25, después de estar en una relación por un año, le dije a mi novio: «Te amo, quiero casarme con vos y tener bebés». Se negó. Corté con él. Dos años después, estaba casada y embarazada. Después de parir a mi primer hijo, la partera lo alzó ante mí, nos miramos a los ojos y yo dije: «Acá estás. Te conozco de toda la vida. Ahora estás acá».
Después de parir a mi primer hijo, la partera lo alzó ante mí, nos miramos a los ojos y yo dije: «Acá estás. Te conozco de toda la vida. Ahora estás acá».
Durante más o menos una década, cada verano iba con mis hijos a una casa cerca del río Delaware. Los llevaba en el auto hasta un campamento de tenis, después me iba a correr. Más tarde, cuando nos metíamos de vuelta en nuestra casa, escribía, y ellos leían, dibujaban o armaban legos. Cenábamos. Mi vida parecía perfecta. Yo era feliz. Todo se sentía en el lugar correcto.
Mi terapeuta en ese momento me dijo: «Está bien que no tengas mucha vida social ahora, pero a medida que tus hijos crezcan, vas a tener que hacerlo». Como siempre, tenía razón. Pero nunca fue fácil para mí. Y tener una vida social no compensa la terrible pérdida de un hijo. Ya sé que no se murieron. Sé que todavía nos amamos. Pero se fueron. Y yo estoy perdida sin ellos.
Tener una vida social no compensa la terrible pérdida de un hijo. Ya sé que no se murieron. Sé que todavía nos amamos. Pero se fueron. Y yo estoy perdida sin ellos.
Durante esos complicados años adolescentes, citaba a un amigo de mis padres. Los hijos son como los barcos, decía. Si construís un barco y está en tu sótano, no construiste un muy buen barco. Si está en el agua, moviéndose, construiste un buen barco. Este mayo pasado, mientras mi hijo hacía el bolso para pasar el verano en Los Ángeles, me senté con él, molesta, pero también asegurándome de que tuviera suficientes calzones y medias. Era el primer verano desde que se había ido a la universidad que iba a estar lejos todo el tiempo. Lloré. Me dijo: «Vos y tu construcción de barcos, mamá». Protesté. «¡Sos un barco genial! No te tenés que ir todo el verano. Sos un barco genial». Y lo es. Le va bien en la universidad, viaja alrededor del mundo, habla español fluido. Pero se fue a Los Ángeles.
¿Así que qué hace una cuando pierde a las personas que más le importan? Cuando los brazos que te sostenían desaparecen. Como después de la muerte de mi papá, te levantás y seguís, si es posible. Algunos días, es casi imposible. Esos días, no voy al gimnasio, no respondo emails, no lavo los platos. Esos días me dejo estar perdida en el duelo. Pero otros días empecé a hacer cosas que nunca quise hacer, pero que resulta que son buenas para mí. Conseguí mi primer trabajo en veinte años.
Estoy dando clases en primer año de la facultad. Nunca quise dar clases. Incluso tenía una actitud al respecto. Es gracioso cómo me convierto en las cosas que nunca quise ser. Dar clases me hace sentir muy bien. Llamé a mis hijos. Estaban orgullosos de mí, como yo estoy orgullosa de todo lo que trata de ellos. Atónita les dije: «Soy buena. Los estudiantes me quieren». Mi hijo me dijo: «¡Claro que lo sos! Es como maternar». Y el corazón se me agrietó. Se me cayeron las lágrimas. Y los extrañé tanto a los dos que empecé a temblar.
La pérdida es real y duele. A algunas personas les duele más que a otras. Yo soy de las primeras, y una parte de ser como esas personas, a las que les duele mucho, es aceptarlo. Reconocer el dolor, el miedo, la pérdida, y quedárselos. Las heridas son reales. Pueden transformarse en cicatrices, curarse, pero el tejido cicatrizado no es como la piel normal.
Al día siguiente me levanté, me vestí y me fui al trabajo. No es el mismo tipo de amor, pero es amor. En la forma que sea que pueda expresarlo, lo tomo. Es como conformarse pero es todo lo que tengo. Trato de ser agradecida. Disimulá hasta que te salga. Pero fingir no es mi fortaleza. La pérdida es real y duele. A algunas personas les duele más que a otras. Yo soy de las primeras, y una parte de ser como esas personas, a las que les duele mucho, es aceptarlo. Reconocer el dolor, el miedo, la pérdida, y quedárselos. Las heridas son reales. Pueden transformarse en cicatrices, curarse, pero el tejido cicatrizado no es como la piel normal. Y aunque sean una forma de curación, todavía pueden doler, ponerse tirantes por momentos, ser un recordatorio constante. Voy a extrañar a mis hijos toda mi vida. Adonde sea que zarpen.
***El collage maravilloso es de Alejandra Arregger.